En el Consejo Universitario tenemos la costumbre de que, antes de
iniciar las informaciones y reportes de las autoridades, alguien lee alguna
reflexión que luego, algunas veces, solemos discutir. En esta oportunidad
correspondió a unas palabras de Chiara Lubich, fundadora y presidenta del
Movimiento de los Focolares. La lectura fue hecha por la Decana de Comunicación
Social y giró en torno a un versículo de San Mateo que dice: “Vayan, pues, a
aprender qué significa aquello de: Misericordia quiero, y no sacrificio” (Mt
9,13) Este versículo rescata una frase del profeta Oseas, uno de los llamados Profetas Menores, en la cual intenta explicar que son más valiosas
las obras que fluyen de la misericordia –capacidad para sentir en carne propia
los dolores de la carne ajena – que aquellas producto de los sacrificios. Según
Chiara Lubich, esta idea de Cristo deja muy claro que, por sobre toda ley o
mandamiento, debe privar la suprema transparencia del amor. ¿Qué hay dentro de
lo transparente del amor? Sólo tan sólo el reconocimiento. Reconocimiento de
que, como afirmaba Raimon Panikkar, hay un cielo sobre nosotros, una tierra
debajo y nuestros semejantes a nuestro lado. Sólo tan sólo la comprensión de
que somos instantes eternos que se ven idénticos ante la vida y ante la muerte.
El amor, afirma Chiara Lubich, es para
cada cristiano el programa de su vida, la ley fundamental de su modo de actuar,
el criterio sobre el cual moverse. Me conmueve que Lubich señale que “el amor
es para cada cristiano” de una manera categórica y firme. El verbo “es” no deja
espacio para otra interpretación, es decir, si no es así sencillamente no es.
¿Intolerancia? Seguramente alguien la verá en la afirmación expuesta. Sin
embargo, yo veo otra cosa. Yo veo rectitud de pensamiento y principios.
Rectitud como la reconoció en su momento San Anselmo cuando entendió que la
verdad no puede ser distinta de la rectitud, de otra forma sería una
contradicción. Y desde ese “es” firme y punzante, complementa Lubich afirmando
que es el amor, y no otra cosa, la base sólida de todo cristiano por cuanto es
el fundamento de ideario de Jesús de Nazaret. Volvemos al principio. Jesús
quiere misericordia, y ésta es una de las manifestaciones del amor.
Este amor del cual habla Lubich lo veo como el producto maduro de la
Iluminación que se busca cuando se interpreta el Gate
gate paragate parasamgate bodhi svaha, uno de los
Sutras de Prajñâpâramitâ o Sabiduría.
Mantra que intenta resumir el despertar del amor verdadero en nosotros. Para el
Cristiano tendría que ser la búsqueda de un amor capaz de tocar la esencia del
absoluto sin fin que representa Dios. Un amor tocado por Dios tendría que
implicar un amor semejante al de Dios. Un amor embebido en la fuente inagotable
de la transparencia divina es un amor sin ojos. Un amor incapaz de ver. Un amor
que sólo es en la entrega total al otro. Un amor profundo como la sabiduría del
sol que abre su calor para todos por igual. Un amor profundo como la terquedad
húmeda de la lluvia que cae noblemente sobre aquellos que reconocemos como
buenos y malos. Aquí nos queda claro, muy claro, que es imposible todo amor si
no existe un otro. Ese otro al cual estamos obligados por la existencia a
arrojarnos para conformar el Nos-Otros. Arrojarnos desde la superación de la
ofensa, la ira, el odio. Arrojarnos dese la oración carnal que no es otra que
mi encuentro relacionándome con el otro. Lubich nos pide acá recordar el
discurso de Jesús en la montaña cuando afirma que “Por tanto, si traes
tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti,
deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu
hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda”.
Desde estas ideas
intento reconstruirme. No es fácil. Hay en mí mucha altanería, arrogancia, soberbia.
Me toca superar una racionalidad que sigue dentro de mí haciendo (me) daño. Me
toca desnudarme y desnudarse hasta la desnudez desnuda duele y es humano buscar
atajos para esquivar el dolor. Soy humano, pero demasiado humano. Sin embargo,
esta es la ruta por la cual he decidido transitar con la única finalidad de
darle sentido – otro sentido – a mi existencia como hombre.
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