“Porque
así como el cuerpo es uno y tiene muchos miembros y todos ellos, a pesar de ser
muchos, forman un solo cuerpo, así también es Cristo. Porque todos nosotros,
seamos judíos o no judíos, esclavos o libros, hemos sido bautizados en un mismo
Espíritu para formar un solo cuerpo, y a todos se nos ha dado a beber del mismo
Espíritu” (1 Co. 12-13)
Escribe San Mateo en su Evangelio
que “No todo el que me diga Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos,
sino el que haga la voluntad de mi Padre que está en los Cielos” Ahora bien ¿cuál
es la voluntad del Padre?, más bien, al reconocernos seres limitados, cómo
poder determinar cuándo termina nuestra voluntad y comienza la de Dios. Quienes
nos hacemos partícipes de la Fe y el Amor a Cristo podemos hallar respuesta en
lo que él mismo nos enseñó en palabra y acción: “Amar a Dios sobre todas las
cosas y al prójimo como a sí mismo”, es decir, amar a Dios y al prójimo. ¿Qué
son el Amor, Dios y el Prójimo? Palabras, sólo palabras que giran dentro y
fuera de nosotros. Palabras que sólo tendrán valor en la medida en que se
encarnen en nosotros. Palabras que, al mismo tiempo, y como señalara Chiara
Lubich, ponen en su sitio todos los valores. Tríada de palabras que, en hermosa
armonía, hacen que las cosas trasciendan la realidad.
El Amor es el testimonio
existencial que nos presenta la revelación de otros mundos dentro del mundo que
es este mundo. Es la sutil caricia que vuelve al ojo sencillo capaz de desnudar
en el Otro al Cristo que cada uno lleva dentro. Ojo posibilitado a contemplar
las transparencias que nos hacen ser seres
capaces de Dios. El Amor es el testimonio existencial dentro del cual Dios,
el prójimo (tanto el próximo como el lejano) y el mismo Amor, comparten la
misma esencia, están imbricados, coimplicados en una misma expresión universal
amorosa, allí donde el Amante, el Amado y el Amor no son sino una sola y misma
realidad, reabsorbiéndose finalmente en su esencia común e incondicionada. Ibn
Arabi afirmaba que el ser, que está hecho para amar y ser amado, busca en el
Amor la unión esencial, fuente de su Amor y de su propia realidad, por medio de
las demás creaturas igualmente frutos del Amor.
Benedicto XVI señala al Amor
como una búsqueda constante en el empeño de descubrir verdaderamente al Otro,
superando el carácter egoísta que hasta ahora ha predominado. “Ahora el amor
es, escribirá, ocuparse del otro y preocuparse por el otro. Ya no se busca a sí
mismo, sumarse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansío más bien el
bien del amado: se convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún,
lo busca”. El amor engloba la existencia entera y dentro de esta comprensión:
Amor, Dios y Prójimo se convierten en tri-unidad
amorosa.
En el corazón de esta
tri-unidad se disuelve la cuestionabilidad del prójimo y lo ajeno al
entendernos, así lo señala Merleau Ponty, como co-instituyentes del mundo,
todos –Yo, Tú (no existe aquí Él/Ella) – se transforman por medio de esta
nueva, pero antigua visión desde el amor, en componentes de lo irrelativo impersonal
que es la carne, o como pueden decir los místicos, componentes de un mismo
cuerpo universal que es el Cuerpo Místico de Cristo. Aprehender al prójimo es
distinguirlo de mí a la vez que yo me diferencio de él, somos dos partes distintas
del mismo cuerpo, somos dos intencionalidades operantes en cuya fuente cobramos
consciencia de que la trascendencia del otro es tan radical y real como nuestra
opacidad. Comprender que no somos iguales, pero somos hermanos. El prójimo y yo
somos uno en Dios como posibilidad amante y amorosa. Cada ser en el mundo es
una forma peculiar de comprometerse con sus circunstancias desde su aquí y
ahora generalizable, pero irrepetible, porque, afirma Merleau Ponty, el
verdadero sujeto es sin segundo. Cada hombre es único e irrepetible como único
e irrepetible es el Creador y es allí donde arde la demostración más pura del
amor: hacernos únicos e irrepetibles, pero en la búsqueda constante por develar
el misterio de compartir y hacernos uno en un Amor más allá de todo amor. Dios,
Amor y Prójimo en armonía con nosotros desvelan el otro lado de la Realidad en
cuanto a que inaugura otra dimensión del lenguaje para un mundo que, a partir
de ahora, se abre ante nosotros.
“Todos ustedes son hermanos”
(Mt 23, 8) nos dijo Cristo. Todos hijos del mismo Padre que está en los cielos.
Todos destinados, según San Francisco de Asís, a un mismo fin: la posesión y
gozo eterno de ese mismo Dios. A los ojos de San Francisco, el mundo es una
inmensa familia, en la que puede haber hijos mejores e hijos peores, pero los
que siempre seguirán siendo hermanos, aunque sean los hermanos bandidos o lo
hermanos ladrones. Hermanos en el Amor, ya que es por él y a través de él que
se propicia la apertura del alma al Otro y su acogimiento. En tal sentido, amo
luego soy Otro; y el amor, lo hemos dicho, es Dios visto ahora como símbolo de
la reunión de los seres en el Ser. En el Amor, Dios y hombre son uno mismo por
Amor. Por Amor soy uno con Dios, por Amor todos somos uno con Dios, ya que no
hay dos amores, no pueden separarse, aunque deban distinguirse. El amor a Dios
y el amor a las cosas provienen del mismo dinamismo de nuestro ser y ese
dinamismo nos enfrenta a la realidad en la cual el Tú no es ni Yo ni el No-Yo. No
hay un Tú sin un Yo y viceversa puesto que son correlativos, imbricados y
coimplicados. Por ello cobra sentido la advertencia que Benedicto XVI nos hace
cuando afirma que cerrarle los ojos al prójimo nos convierte en ciegos de Dios,
o, si lo prefieren en un sentido más poético, Neruda lo dice inmejorablemente
en algunos de sus versos cuando, por ejemplo, le dice a su amada que su mano
sobre el pecho de él es de él, tan cerca que sus ojos se cierran con el sueño de
ella.
“La historia entre Dios y el
hombre, escribe el Papa Emérito en Deus
Caritas Est, consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece
en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y
la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para
mí algo extraño que los mandamiento me imponen desde fuera, sino que es mi
propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo
más íntimo mío”. Allí la razón que devela la voluntad del Padre: amar y servir
a todos porque en todo se ama y se sirve a Dios.
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