lunes, 7 de julio de 2014

En todo lo que miran mis ojos está Tú.




El Perdido es un bello poema sufí escrito por Javad Nurbakhsh que dice “En todo lo que miran mis ojos estás Tú, quieres volverme loco de amor sólo por Ti”. Podrían estos versos suponer que se trata de un poema de amor del amante a la amada, pero no es así, aunque puede ser. El poema que, efectivamente, es de amor está dedicado a la expresión máxima del amor, y cuando digo máxima me refiero al amor mismo hecho otro nombre: Dios. En Occidente nunca hemos contemplado la posibilidad de comprender a Dios como Amante. Oseas, uno de los profetas menores cuya obra cobra vida en plena decadencia moral y religiosa en Israel, afirma que la inclinación de Dios por sus criaturas se sustenta sobre la base de una pasión de amante. He allí la razón desde la cual se sustentan, por ejemplo, algunas explicaciones teológicas sobre los celos de Jahveh en el Antiguo Testamento. Esa visión de Dios como amante parece ser compartida dentro del conocimiento y experiencia de amor en los místicos cristianos.

Los místicos parten de la idea de que todos los santos son teólogos apoyándose seguramente en san Juan quien escribe que todo el que ama ha nacido de Dios y lo conoce. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor. El amor y la caridad son la esencia misma de la santidad cristiana en cuanto a su naturaleza indisoluble del amor de Dios y del prójimo. Desde siempre, todos los santos han compartido estas mismas características: caridad y amor. El conocimiento de Dios de los místicos cristianos se fundamentó en vivir a plenitud la experiencia de Dios desde el amor. Dios Amante con el cual me fusiono tan absolutamente que, como intuyera Meister Eckhart, nos volvemos uno, y en esa unidad todo se vuelve fructífero. Dios-Amante ha dejado su beso muy dentro y para hallarlo nuestros labios han de hundirse en las profundidades del alma, el lugar secreto de lo Más Elevado, en las raíces, en las cumbres, en las mismas fronteras de lo humano.

En el Corán, libro sagrado del islam que, según los musulmanes, contiene la palabra de Dios revelada a Mahoma, se nos habla de Dios como el Ser que se ha autocalificado como el infinitamente grato y amante. En la Torá, Dios dice a Moisés: «¡Oh, hijo de Adán! Por el derecho que te he otorgado, yo te amo y por el derecho que tengo sobre ti, ámame» El amor está mencionado en el Corán tanto como privilegio de Dios como de las criaturas. Los textos proféticos musulmanes están cargados de ideas sobre este tema. Ibn Arabi dice que se debe a que la morada del amor es una distinción elevada y que el amor es el principio de la existencia universal. Del amor se nace, según el amor hemos sido hechos, hacia el amor tendemos y al amor nos entregamos. Dios es Amor en cuanto a que su pureza nos penetra el corazón y cuya limpidez no está sometida a alteraciones accidentales. Un amor que abandona la propia voluntad ante el amado.

La palabra altísima que revela la naturaleza de Dios, Dios es Amor, brota en el pensamiento de los espirituales de todas las épocas para expresar lo que sienten acerca de Dios, o para reafirmar con su experiencia la revelación del misterio. La caridad no es un nombre, afirma san Simeón, es la esencia misma de Dios. Santa María Magdalena de Pazzi escribe: «¡Oh amor!, Tú eres amoroso amor… Tú haces cada cosa por amor… Tú estás todo lleno de amor; dáselos a todas las criaturas y haz que todas te amen, te deseen y te busquen solo a ti amor…» La experiencia de Dios, queda claro, es única e incomparable por cuanto Él es único e incomparable. Dios no es una formalidad. Dios es una experiencia amorosa que no se puede razonar ya que implicaría concebirlo como una empresa contradictoria, porque aquello que se abriría ante nosotros no sería otra cosa más que una creación de nuestra mente humana.

El misterio divino es inefable y ningún decir lo describe. En tal sentido, para Raimon Panikkar, el silencio de la vida es el a priori de la experiencia de Dios. El silencio de la Vida es aquel arte, dirá Panikkar, de saber silenciar las actividades de la vida para llegar a la experiencia pura de la Vida. «El Silencio asoma en el momento en que estamos situados en la fuente misma del Ser; la fuente del Ser no es el Ser, sino “la fuente” del Ser» A partir de ese Silencio construyo mi relación con Dios y esa relación es, desde ese silencio distinto, siempre amorosa. Pero un amor puro, es decir, un amor sin soporte, sin substancia, sin “seres” que se aman. Un amor puro, movimiento de aproximación y de unión, simple soplo amoroso. La dimensión amorosa de todas las cosas, que se descubriría entonces, dirá Panikkar, no solamente como una mera dimensión al lado de las cosas, sino como el constitutivo de las cosas. Las cosas “son” en cuanto aman. El amor es la gran placenta del universo. San Agustín afirma que es verdad que el amor del hombre, cuanto más alcanza la condición de verdadero amor, es decir, voluntad del bien auténtico y, por tanto, de Dios que es el sumo bien, «capacita al hombre para vivir, hasta donde es posible, no su vida, sino la vida misma de Dios» Por ello la imperiosa necesidad de renovarnos constantemente en ese amor sin perder la conciencia de que existe una abismal distancia entre nuestra capacidad de amar y el amor que es Dios. Esto no tiene discusión, al menos, eso creo. También teniendo conciencia de que el amor se ha transformado en un envoltorio que se rellena arbitrariamente, riesgo fatal, dirá Benedicto XVI, en una cultura sin verdad y es la verdad la que libera a la caridad «de la estrechez de una emotividad que la priva de contenidos relacionales y sociales, así como de un fideísmo que mutila su horizonte humano y universal».

Quienes creemos en estas cosas del espíritu nos resulta necesario volver a los místicos y beber de esas fuentes la sustancia que brinda soporte a palabras que hoy parecen tan vacías como Dios y Amor. Volver a los místicos quienes no banalizaron su arribo a las últimas fronteras de lo humano. Volver a los místicos puesto que con ellos parece todo distinto. Allí no parece existir la posibilidad de la respuesta preparada para conquistar sin convencer. Lejos de algunas mentes que tienen respuesta para todo, como lo señalara Armando Rojas Guardia: «Uno introduce la pregunta, y al instante aquella máquina sapiente elabora la respuesta infalible que pretende calmar fatuamente la sed, el bochorno, la vergüenza que emanan del vacío, de las regiones postreras –y tantas veces atroces– de la conciencia». Quizás, la posibilidad de una mejor vida no se halle en volver a los místicos. Quizás sea todo más sencillo. De pronto lo importante es intentar comprender a aquellos que han tejido su relación con Dios desde el amor sin libros. Una relación construida a partir de la caricia de la inocencia que no ha caído todavía de rodillas. La pureza de una inocencia que aún persiste, que todavía respira de un Dios menos complejo, más cercano, más parecido al hijo por el cual nos desvelamos, más parecido a la compasión honesta de quien tiende la mano olvidando durante ese instante las diferencias tenidas en el pasado. Quizás se trate de observar más y hablar menos. Quizás se trate de todo esto o de nada.

lunes, 23 de junio de 2014

Misericordia quiero, y no sacrifico



En el Consejo Universitario tenemos la costumbre de que, antes de iniciar las informaciones y reportes de las autoridades, alguien lee alguna reflexión que luego, algunas veces, solemos discutir. En esta oportunidad correspondió a unas palabras de Chiara Lubich, fundadora y presidenta del Movimiento de los Focolares. La lectura fue hecha por la Decana de Comunicación Social y giró en torno a un versículo de San Mateo que dice: “Vayan, pues, a aprender qué significa aquello de: Misericordia quiero, y no sacrificio” (Mt 9,13) Este versículo rescata una frase del profeta Oseas, uno de los llamados Profetas Menores, en la cual intenta explicar que son más valiosas las obras que fluyen de la misericordia –capacidad para sentir en carne propia los dolores de la carne ajena – que aquellas producto de los sacrificios. Según Chiara Lubich, esta idea de Cristo deja muy claro que, por sobre toda ley o mandamiento, debe privar la suprema transparencia del amor. ¿Qué hay dentro de lo transparente del amor? Sólo tan sólo el reconocimiento. Reconocimiento de que, como afirmaba Raimon Panikkar, hay un cielo sobre nosotros, una tierra debajo y nuestros semejantes a nuestro lado. Sólo tan sólo la comprensión de que somos instantes eternos que se ven idénticos ante la vida y ante la muerte.

El amor, afirma Chiara Lubich, es para cada cristiano el programa de su vida, la ley fundamental de su modo de actuar, el criterio sobre el cual moverse. Me conmueve que Lubich señale que “el amor es para cada cristiano” de una manera categórica y firme. El verbo “es” no deja espacio para otra interpretación, es decir, si no es así sencillamente no es. ¿Intolerancia? Seguramente alguien la verá en la afirmación expuesta. Sin embargo, yo veo otra cosa. Yo veo rectitud de pensamiento y principios. Rectitud como la reconoció en su momento San Anselmo cuando entendió que la verdad no puede ser distinta de la rectitud, de otra forma sería una contradicción. Y desde ese “es” firme y punzante, complementa Lubich afirmando que es el amor, y no otra cosa, la base sólida de todo cristiano por cuanto es el fundamento de ideario de Jesús de Nazaret. Volvemos al principio. Jesús quiere misericordia, y ésta es una de las manifestaciones del amor. 

Este amor del cual habla Lubich lo veo como el producto maduro de la Iluminación que se busca cuando se interpreta el Gate gate paragate parasamgate bodhi svaha, uno de los Sutras de Prajñâpâramitâ o Sabiduría. Mantra que intenta resumir el despertar del amor verdadero en nosotros. Para el Cristiano tendría que ser la búsqueda de un amor capaz de tocar la esencia del absoluto sin fin que representa Dios. Un amor tocado por Dios tendría que implicar un amor semejante al de Dios. Un amor embebido en la fuente inagotable de la transparencia divina es un amor sin ojos. Un amor incapaz de ver. Un amor que sólo es en la entrega total al otro. Un amor profundo como la sabiduría del sol que abre su calor para todos por igual. Un amor profundo como la terquedad húmeda de la lluvia que cae noblemente sobre aquellos que reconocemos como buenos y malos. Aquí nos queda claro, muy claro, que es imposible todo amor si no existe un otro. Ese otro al cual estamos obligados por la existencia a arrojarnos para conformar el Nos-Otros. Arrojarnos desde la superación de la ofensa, la ira, el odio. Arrojarnos dese la oración carnal que no es otra que mi encuentro relacionándome con el otro. Lubich nos pide acá recordar el discurso de Jesús en la montaña cuando afirma que “Por tanto, si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda”. 

Desde estas ideas intento reconstruirme. No es fácil. Hay en mí mucha altanería, arrogancia, soberbia. Me toca superar una racionalidad que sigue dentro de mí haciendo (me) daño. Me toca desnudarme y desnudarse hasta la desnudez desnuda duele y es humano buscar atajos para esquivar el dolor. Soy humano, pero demasiado humano. Sin embargo, esta es la ruta por la cual he decidido transitar con la única finalidad de darle sentido – otro sentido – a mi existencia como hombre.

lunes, 16 de junio de 2014

Palomas son tus ojos

A Mariela, ojos de mis ojos



En el hermoso Cantar de los Cantares atribuidos al Rey Salomón, el Esposo le dice a la Esposa: He aquí que tú eres hermosa, amiga mía; He aquí eres bella; tus ojos son como palomas ¿Por qué son como palomas los ojos de la esposa? Lo son debido a que aprendieron a ver al mundo con los ojos del corazón y esto, no me cabe duda, permite ver y comprender la realidad desde otra esfera del razonamiento, esto significa la posibilidad de que amor, conocimiento y verdad graviten en una misma frecuencia liberadora que sólo es capaz de brotar en aquellos que, como testimoniara San Pablo, creen con el corazón. En la Carta Encíclica Lumen Fidei de S.S. Francisco, nos hace referencia a que el corazón es el centro del hombre, ese eje transparente en el cual se entrelazan todas las dimensiones humanas, es decir, cuerpo y espíritu, que se corresponden con la interioridad de la persona y su apertura al mundo y a los otros, ya que si el corazón “es capaz de mantener unidas estas dimensiones es porque en él es donde nos abrimos a la verdad y al amor, y dejamos que nos toquen y nos transformen en lo más hondo”.

Los ojos se nos transforman en palomas cuando nos abrimos al calor siempre constante del amor de Dios, y esto comprendiendo que, Amor y Dios son lo mismo, por ello, los místicos construyeron ese hermoso concepto de Dios-Amor por estar íntimamente ligados a la Alianza como base fundamental. Al recibir el gran amor de Dios, única posibilidad real de transformación interior, la fe se abre a una comprensión distinta surgida de unos ojos nuevos, de unos ojos que abren su campo a todos los matices que conforman las acciones humanas. Los seres humanos somos posibilidades, miles de posibilidades y nos apropiamos de algunas para poder vivir. Esa apropiación es lo que podríamos llamar decisión. Estamos en constante toma de decisiones. Ahora, decidimos con lo que tenemos, decidimos, incluso, desde nuestras carencias, ya que, como decía Sartre: somos lo que han hecho de nosotros. Con eso que han hecho de nosotros, decidimos. He allí la base donde pueden sustentarse nuestros errores humanos. Vemos lo que nos han enseñado a ver. Decimos lo que nos han enseñado a decir, hasta sentimos lo que nos han enseñado a sentir. Y si nos hemos construido la existencia desde la carencia, pues, nuestra vida no será auténtica, siempre habrá un vacío y ese vacío, por una necesidad humana, lo llenamos con lo primero que nuestros ojos, también incompletos, logran ver en medio de tanta oscuridad. ¿Cuál será el resultado previsible para cada decisión? El dolor, el error, la desesperación que, sin duda, al comienzo se nos presentará como un bálsamo tranquilizador, pero que no es más que una compresa caliente cuyo calor será breve e insustancial, alejándonos de la oportunidad de ser hombres de la verdad, del derecho, de la bondad, del perdón y la misericordia.

Cuando nos abrimos desde la experiencia del amor de Dios, las alas de las palomas, metáfora maravillosa de la mirada, revolotean acercándonos a la posibilidad de la verdad compartida en el amor, el conocimiento y la fe permitiéndonos contemplar, a partir una luz que ilumina la diversidad de matices que nos conforman como seres humanos anulando la falsa creencia de que somos malos por naturaleza. Abrirnos a esta experiencia significa salir del aislamiento del propio Yo para encaminarnos hacia la otra persona en la amorosa atención personal y, de esa manera, construir una relación duradera. Así y sólo así disfrutamos del amor verdadero, es decir, la conexión maravillosa entre el amor humano y el amor divino, y quien ama de esta manera comprende que el amor es experiencia de verdad que nos abre los ojos para ver toda la realidad de un modo nuevo, en unión con la persona amada.

lunes, 9 de junio de 2014

La Voluntad del Padre es tan sólo Amor





“Porque así como el cuerpo es uno y tiene muchos miembros y todos ellos, a pesar de ser muchos, forman un solo cuerpo, así también es Cristo. Porque todos nosotros, seamos judíos o no judíos, esclavos o libros, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo, y a todos se nos ha dado a beber del mismo Espíritu” (1 Co. 12-13)

Escribe San Mateo en su Evangelio que “No todo el que me diga Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre que está en los Cielos” Ahora bien ¿cuál es la voluntad del Padre?, más bien, al reconocernos seres limitados, cómo poder determinar cuándo termina nuestra voluntad y comienza la de Dios. Quienes nos hacemos partícipes de la Fe y el Amor a Cristo podemos hallar respuesta en lo que él mismo nos enseñó en palabra y acción: “Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo”, es decir, amar a Dios y al prójimo. ¿Qué son el Amor, Dios y el Prójimo? Palabras, sólo palabras que giran dentro y fuera de nosotros. Palabras que sólo tendrán valor en la medida en que se encarnen en nosotros. Palabras que, al mismo tiempo, y como señalara Chiara Lubich, ponen en su sitio todos los valores. Tríada de palabras que, en hermosa armonía, hacen que las cosas trasciendan la realidad.

El Amor es el testimonio existencial que nos presenta la revelación de otros mundos dentro del mundo que es este mundo. Es la sutil caricia que vuelve al ojo sencillo capaz de desnudar en el Otro al Cristo que cada uno lleva dentro. Ojo posibilitado a contemplar las transparencias que nos hacen ser seres capaces de Dios. El Amor es el testimonio existencial dentro del cual Dios, el prójimo (tanto el próximo como el lejano) y el mismo Amor, comparten la misma esencia, están imbricados, coimplicados en una misma expresión universal amorosa, allí donde el Amante, el Amado y el Amor no son sino una sola y misma realidad, reabsorbiéndose finalmente en su esencia común e incondicionada. Ibn Arabi afirmaba que el ser, que está hecho para amar y ser amado, busca en el Amor la unión esencial, fuente de su Amor y de su propia realidad, por medio de las demás creaturas igualmente frutos del Amor.

Benedicto XVI señala al Amor como una búsqueda constante en el empeño de descubrir verdaderamente al Otro, superando el carácter egoísta que hasta ahora ha predominado. “Ahora el amor es, escribirá, ocuparse del otro y preocuparse por el otro. Ya no se busca a sí mismo, sumarse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansío más bien el bien del amado: se convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún, lo busca”. El amor engloba la existencia entera y dentro de esta comprensión: Amor, Dios y Prójimo se convierten en tri-unidad amorosa.

En el corazón de esta tri-unidad se disuelve la cuestionabilidad del prójimo y lo ajeno al entendernos, así lo señala Merleau Ponty, como co-instituyentes del mundo, todos –Yo, Tú (no existe aquí Él/Ella) – se transforman por medio de esta nueva, pero antigua visión desde el amor, en componentes de lo irrelativo impersonal que es la carne, o como pueden decir los místicos, componentes de un mismo cuerpo universal que es el Cuerpo Místico de Cristo. Aprehender al prójimo es distinguirlo de mí a la vez que yo me diferencio de él, somos dos partes distintas del mismo cuerpo, somos dos intencionalidades operantes en cuya fuente cobramos consciencia de que la trascendencia del otro es tan radical y real como nuestra opacidad. Comprender que no somos iguales, pero somos hermanos. El prójimo y yo somos uno en Dios como posibilidad amante y amorosa. Cada ser en el mundo es una forma peculiar de comprometerse con sus circunstancias desde su aquí y ahora generalizable, pero irrepetible, porque, afirma Merleau Ponty, el verdadero sujeto es sin segundo. Cada hombre es único e irrepetible como único e irrepetible es el Creador y es allí donde arde la demostración más pura del amor: hacernos únicos e irrepetibles, pero en la búsqueda constante por develar el misterio de compartir y hacernos uno en un Amor más allá de todo amor. Dios, Amor y Prójimo en armonía con nosotros desvelan el otro lado de la Realidad en cuanto a que inaugura otra dimensión del lenguaje para un mundo que, a partir de ahora, se abre ante nosotros.

“Todos ustedes son hermanos” (Mt 23, 8) nos dijo Cristo. Todos hijos del mismo Padre que está en los cielos. Todos destinados, según San Francisco de Asís, a un mismo fin: la posesión y gozo eterno de ese mismo Dios. A los ojos de San Francisco, el mundo es una inmensa familia, en la que puede haber hijos mejores e hijos peores, pero los que siempre seguirán siendo hermanos, aunque sean los hermanos bandidos o lo hermanos ladrones. Hermanos en el Amor, ya que es por él y a través de él que se propicia la apertura del alma al Otro y su acogimiento. En tal sentido, amo luego soy Otro; y el amor, lo hemos dicho, es Dios visto ahora como símbolo de la reunión de los seres en el Ser. En el Amor, Dios y hombre son uno mismo por Amor. Por Amor soy uno con Dios, por Amor todos somos uno con Dios, ya que no hay dos amores, no pueden separarse, aunque deban distinguirse. El amor a Dios y el amor a las cosas provienen del mismo dinamismo de nuestro ser y ese dinamismo nos enfrenta a la realidad en la cual el Tú no es ni Yo ni el No-Yo. No hay un Tú sin un Yo y viceversa puesto que son correlativos, imbricados y coimplicados. Por ello cobra sentido la advertencia que Benedicto XVI nos hace cuando afirma que cerrarle los ojos al prójimo nos convierte en ciegos de Dios, o, si lo prefieren en un sentido más poético, Neruda lo dice inmejorablemente en algunos de sus versos cuando, por ejemplo, le dice a su amada que su mano sobre el pecho de él es de él, tan cerca que sus ojos se cierran con el sueño de ella.

“La historia entre Dios y el hombre, escribe el Papa Emérito en Deus Caritas Est, consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamiento me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío”. Allí la razón que devela la voluntad del Padre: amar y servir a todos porque en todo se ama y se sirve a Dios.

lunes, 2 de junio de 2014

Encíclica Dios es Amor

A Mariela, mi esposa



El 25 de diciembre de 2005, Benedicto XVI, mostraba al mundo su primera Carta Encíclica cuyo nombre y temario sorprendió a propios y extraños Deus Caritas Est (Dios es Amor). Nadie podía esperarse que, tratándose del Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, se apelara al cristianismo como una religión centrada en el amor y la caridad que es la expresión de ese mismo amor en el orden social de la vida humana. La lectura de esta encíclica nos lleva a participar sensiblemente de una búsqueda por recuperar la originaria definición del Dios cristiano como amor; ese Dios de los místicos como posibilidad amante. En Occidente pocas veces hemos contemplado la posibilidad de comprender a Dios como Amante. Oseas, uno de los profetas menores cuya obra cobra vida en plena decadencia moral y religiosa en Israel, afirma que la inclinación de Dios por sus criaturas se sustenta sobre la base de una pasión de amante. 

Benedicto XVI profundiza en una línea que lo lleva a sumergirse ardientemente en una trilogía de pensadores de la cual se había alejado la racionalidad eclesial. Una trilogía conformada por Platón, San Agustín y San Francisco de Asís de sustentado carácter cordialista y que, hoy lo comprendemos mejor, parecía estarle abriendo el camino a quien hoy comanda los destinos de la Iglesia. El Papa Emérito nos habla ahora de un amor cristiano que no se riñe tanto con el amor humano erótico que, por el contrario, busca insertarse en el segundo con la firme intención de purificarlo construyendo así un amor unitario abierto como conciencia ardiente al otro en sintonía con una idea de Jesús siendo este metáfora encarnada del corazón traspasado en la cruz.

El Papa Benedicto XVI nos recordó en su brillante documento que el lugar más privilegiado para que el hombre encuentre a Dios es en la experiencia del amor. Dios es Amor y encontrar el Amor es encontrar a Dios. Los sagrados vedas orientales apuntan al mismo lugar cuando afirman que el amor estaba ahí desde el Principio y cuya esencia es más sublime que todos los Dioses y es el primer germen del intelecto. La mística de todos los tiempos y de todos los continentes nos dicen lo mismo. El Papa Benedicto XVI comprendió con sabiduría que es imposible gozar de la experiencia del amor a Dios si se desconoce el amor humano. Difícilmente se puede insistir en el amor humano si no se descubre en él un alma divina, pero este amor del cual habla el Papa es un amor que va más allá de toda proyección voluntarista y del mero y superficial sentimentalismo. 

Amor que viene de un centro, motor inmóvil y supremo que imprime el movimiento a todo el universo y a cada una de sus criaturas, como dirá María Zambrano. Motor inmóvil sin huecos, ni espacios dentro de sí, impasible, pensamiento cuyo acto es vida. Amor que brota del interior del corazón carnal, que es cauce del río de la sangre, donde la sangre se divide y se reúne consigo misma. Amor que limpia al corazón de contenidos que se presentan en la conciencia determinando en ocasiones las condenas contra el Otro. La experiencia de Dios, queda claro, es única e incomparable por cuanto Él es único e incomparable. Dios no es una formalidad. Dios es una experiencia amorosa que no se puede razonar ya que implicaría concebirlo como una empresa contradictoria, porque aquello que se abriría ante nosotros no sería otra cosa más que una creación de nuestra mente humana.